En la pintura de Oriol Vilapuig el espectador asiste a una rara, y a veces violenta, confrontación entre el mundo del arte y la afirmación de la vida. Una confrontación que se resuelve en el testimonio de una personal apropiación de la tradición cultural que se integra en la íntima y propia interpretación y expresión de esta tradición.
En la expresión de esta tradición hay una tendencia natural hacia lo trascendente, una peculiar consideración hacia lo que permanece más allá de los sentidos y que es percibido en una rara síntesis de nuestras facultades. Como si la tradición a la que se siente vinculado Vilapuig mantuviera un diálogo constante sobre el ser del hombre y del mundo, de sus contingencias y de su trascendencia.
Hay una atención, casi obsesiva, a las manifestaciones del mundo trascendental, aquel mundo construido por la proyección de la idea y del deseo. Una idea que trasciende los límites de la realidad y que recorre el espacio de lo suprasensible y que, en sus evoluciones, muestra las formas que adquiere el deseo en la bÚsqueda de su realización. Formas que se mantienen inalterables por la estricta gracia de su formalización, la del arte.
En la pintura de Vilapuig nada es real, pero, a la vez, todo es posible. Y es posible porque todo está presente en la imaginación y en la razón, las Únicas facultades capaces de dar forma a los motivos del deseo y a las construcciones de la idea.
Oriol Vilapuig descubrió esa tendencia natural hacia lo trascendente gracias a la experiencia estética que el arte le suscitó. La pintura, la mÚsica, la poesía, el teatro, el cine, animan su imaginación, despiertan su entendimiento y azuzan su razón a la búsqueda del lenguaje que mejor se adecue a la expresión de lo que el arte le ha dado a ver, a sentir y a conocer.
Vilapuig pinta por que ha visto y ha leído y ha sabido escuchar. y fue la pintura quien le dio a ver lo que intuía, y la literatura le mostró lo que pensaba y la música le ofreció lo que construía su imaginación. Y en todas esas manifestaciones reconoció lo más secreto de sí mismo y lo más comÚn de entre los hombres; lo más escondido y lo evidente; lo más próximo y también lo más alejado. Lo que es de todos y lo que no pertenece a nadie.
Por la experiencia estética, por el cÚmulo de ideas, por el sinfín de pensamientos, por la abundancia de sentimientos, por la multitud de sensaciones, por la avalancha de recuerdos que la pintura y el arte despertó y reveló en Vilapuig, es por lo que pinta: esa es la razón de su expresión, el origen de su dedicación y el principio de su arte.
Desde las primeras manifestaciones, la obra de Vilapuig es una reflexión sobre el arte y sobre los efectos que es capaz de ejercer sobre la vida de los hombres, puesto que el arte puede y debe transformar la existencia cotidiana en una vida más alta. Puede poblar la imaginación con experiencias sublimes. Puede retener el instante de la plenitud. Puede dar sentido al vacío del mundo. puede hacer real cualquier ausencia, puede hacer pensable lo que no se puede pensar y puede ofrecer una imagen de lo que somos y de lo que podremos llegar a ser.
La experiencia estética es, para Vilapuig, como un camino de conocimiento de lo inescrutable de la vida, como un acceso al saber de lo que permanece de entre tanta vicisitud. Es un reconocimiento de lo propio. capaz de confundirse y de identificarse en las formas de la naturaleza y en las obras del arte. Es como una reminiscencia que actualizara el pasado trascendental de la humanidad. Un pasado que ha permanecido íntegro e indemne en las páginas de los libros, en las partituras de la mÚscia, en los intersticios de la piedra, en la disposición de las formas que cubren las telas de los cuadros. Yen los nombres de las mujeres y los hombres que hicieron posible tal prodigio.
Tiziano, Rembrant, Rubens y David. Teócrito, Virgilio. Dante y Ovidio. Schubert, Schumann, Liszt y Wagner. Leopardi, Eliot, Hblderlin y Payese. Nombres cuyo solo nombramiento hace posible su real presencia, en esencia y proporción; nombres que pueblan los mapas del recuerdo y el momento de su recepción y remiten a sus vidas y a sus obras, y por el sólo hecho de nombrarlos, de pronunciar o de escribir sus nombres, se ofrecen con la plenitud y la generosidad con que realizaron sus obras y llegaron hasta aquí y fueron reconocidos por cada uno de nosotros.
Hay una tendencia natural, decíamos, hacia lo trascendente en la pintura de Oriol Vilapuig, que se manifestaba, en sus primeras obras, en la emulación, vehemente y sutil, de las categorías más conspicuas de la estética idealista. Lo sublime como una fuerza que se expresa en los movimientos inconscientes y tumultuosos de la naturaleza, como una tensión trágica en la relación entre los hombres, la belleza como una serena expresión de la aquiescencia y como una energía que trasciende los límites de lo humano; temas que remiten a un mundo de categorías absolutas donde apenas hay lugar para la contingencia: como si la expresión fuera idéntica a la emulación que la hizo posible.
La tensión se mantiene y semejantes son los movimientos inconscientes y tumultuosos de la naturaleza, y la emulación que el arte provoca sigue siendo el motor de la creación. Pero, ahora, la pintura de Vilapuig renuncia a las apariencias sensibles, y los movimientos y los accidentes ya no suceden en la realidad del mundo empírico, si no en la realidad onírica e ideal que suscita el deseo en su cumplimiento y en su realización.
La pintura de Vilapuig que antes nos sumía en un ensimismamiento reflexivo y nos remitía a Salvatore Rosa, a Vernet, a los "lejos" de Leonardo, Gainsbourgh, Poussin o Giorgiane y suscitaba una rara nostalgia, tal vez por la huida o la ausencia de un sentido totalizador; ahora, su pintura, sin renunciar a su culturalismo, nos muestra la victoria del presente sobre el pasado, el triunfo del individuo sobre la tradición, el dominio de la originalidad sobre la arqueología. Simplemente la victoria de la vida sobre el arte.
La victoria de la vida sobre el arte, en una decidida, propia e individual posesión de la vida que hay en el arte y que permanece gracias a él. No hay imitación, ni fidelidad filológica al arte del pasado, remoto o reciente. Hay un diálogo constante y un esfuerzo por asimilar, aprehender y obtener el saber que se da en el arte y que sólo la vida puede expresar
Es expresión de la vida, en su grandeza, su torpeza y su vacilación lo que nos muestra la pintura de Oriol Vilapuig. Una vida impregnada por la emoción que el arte suscitó y que la audacia transforma en ese hacer obstinado que cristaliza y se resuelve en la originalidad de su propia obra.