Textos
Desocupar el miedo, habitar la imagen
Valentín Roma, novembre 2011



La presente exposición de Oriol Vilapuig comienza con una imagen elocuente, un pequeño dibujo que parece estar dialogando con el título de la muestra.

En ella vemos a un personaje extraído de un cuadro de El Bosco, quien fue aislado mediante una nube de pinceladas negras, acaso una representación de su insondable encrucijada. Da la impresión que este individuo se halla desnudo y que la barca donde se encuentra está a punto de naufragar, sin embargo, un instante antes de su segura desaparición, justo después de taparse la cara con las manos para no ser testigo de su propio desastre, el personaje descorre uno de los dedos que le cubren el rostro y nos mira con un ojo limpio, muy abierto.

Unos dirían, para explicar semejante “gesto”, que se trata de la siempre voluptuosa curiosidad, la cual no conoce peligros ni tragedias; otros argumentarían que en ese observarnos hay un guiño cómplice y simbólico, pues igual que él, nosotros también miramos en medio de un naufragio. No obstante esa ansiedad de mirar, ese no poder dejar de hacerlo, ese mirar pese a todo, tal vez nos recuerda dos cosas: una, cierta condición puramente óptica de la realidad; otra, el miedo atávico, elemental, que implica abrir los ojos y permitir que a través de ellos entre en nosotros lo terrible.

Esta imagen de Oriol Vilapuig me ha hecho pensar en otra instantánea que bien podría ser su antagonismo y, al mismo tiempo, su complemento. Se trata de la lámina 58 del ABC de la guerra (1955) de Bertolt Brecht, en la que aparece un soldado sentado sobre una piedra, aguantándose la cabeza con las manos y mirando hacia el suelo, la cara cubierta por un largo flequillo rubio que cuelga, junto al cadáver de un compañero o un adversario boca abajo.

Al lado de dicho recorte de periódico podemos leer un titular que explica: “El fin… El suboficial George Kreuzberg (86. I. D.) fue hallado en esta posición por las tropas rusas en la batalla de Orel. Ha enloquecido”.

Entre el personaje de El Bosco y el soldado de Brecht, es decir, entre la irrefrenable urgencia de mirarlo todo y la dolorosa necesidad de no querer ver nada hay un verdadero marco, un frame –por utilizar la terminología fotográfica–, en medio del cual se despliegan casi todas las imágenes posibles y, también, los extremos de nuestras posiciones frente a ellas.

La mayor parte de trabajos recientes de Oriol Vilapuig participan de este encuadre contradictorio, que es por otra parte, la misma condición de la mirada. Así, no es extraño que los “personajes” que pueblan sus pinturas estén siempre observando o en permanente estado de auscultación, atrapados entre lo que les apremia desde afuera y lo que les asalta desde dentro, atenazados por una especie de erótica quietud, presos de algo parecido al estupor.

Desde Pierre Klossowski y George Bataille el erotismo y la inmovilidad son categorías indisociables, que convierten el gesto –y el acto– de mirar en un ejercicio de concupiscencia y de hermetismo. “Estar entre imágenes” podríamos llamarle a esto, o sea, preferir el estremecimiento que la imagen nos provoca pero, al mismo tiempo, no querer –no poder– transformar esa agitación en una teoría, en un lugar o en una opinión.

Series como Teorema, Sis estudis per la por y Fisures (desorganitzar) no sólo atestiguan los efectos de este sobresalto, sino también la manera en que regresan las imágenes hacia nosotros, nunca convertidas en algo único y siempre fraccionadas, revueltas, concatenadas bajo otra forma gramatical que nada tiene a ver con cómo la vimos. Y es que el acto de mirar también tiene su reflujo, su contrapartida y su retroceso, de ahí que frente al montaje cinematográfico o narrativo de la imagen, ésta oponga una coyuntura propia, un desorden particular a través del cual aprehenderla o simplemente tenerla a nuestro lado.

En las obras de Oriol Vilapuig abundan los textos escritos a mano, sin correcciones, admitiendo los errores de la ejecución, según se observa, por ejemplo, en La por més antiga. Me atrevería a decir que estas extensas transcripciones son igualmente personajes o, mejor aún, autorretratos a través de los que el artista realiza ese ralentizado ejercicio de mirarse, de escribirse, de ser él también las palabras robadas a otra voz.

A propósito de Tolstoi, Emil Cioran recuerda cómo la naturaleza ha sido generosa con aquellos a quienes otorgó el privilegio de no pensar en la muerte, mientras que los demás –tal vez todos nosotros– estamos a merced de cierta finitud que nos acecha, del “más antiguo y corrosivo de los miedos”.

Sabernos mortales produce un pánico contagioso, sin embargo, ese desconcierto podemos contemplarlo, es decir, lo vemos disperso por el universo visual que nos rodea y que construimos, lo cual contribuye a hacernos un poco menos desprotegidos.

Igual que las secuencias de elementos, de “visiones”, que llenan los cuadros de Oriol Vilapuig, el erotismo del mirar trae consigo pequeñas muertes preparatorias. Porque no hay nada más artificioso que observarse, que renunciar a todo aquello que el mundo ofrece, prefiriendo sólo lo que uno es.

Existir entre imágenes provoca vértigo, pero carecer de ellas nos empuja a la inanidad. De ahí que, a veces, entre el desasosiego visual y el estéril black out únicamente quede el miedo, un buen lugar desde donde habitar la imagen, uno de los espacios predilectos desde donde construir imaginarios, si es verdad que a eso se dedica el arte.